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Enrique IV "el Impotente"

Quien más y quien menos conoce el reinado de los Reyes Católicos y lo que ello implicó en la historia de nuestro país y del resto de Europa. Sin embargo, pocos saben que el predecesor de Isabel fue su hermanastro, Enrique, hijo del rey Juan II de Castilla y María de Aragón, una figura controvertida tanto por su comportamiento como por el morbo, que lo hay y mucho, acerca de su salud.


Para comenzar a hablar de él quizás debamos comenzar por conocer sus orígenes. Un cinco de enero de 1425 nacía en Valladolid Enrique, quien ya desde pequeño y a causa de la consanguinidad de sus progenitores, comenzó a mostrar serios problemas de salud, entre ellos, repentinos cambios de ánimo. Pasaba de la alegría al llanto como si nada, dejando a aquellos que le rodeaban en estado de absoluto desconcierto. Esto en sí mismo era ya un problema, otro más que sumarle a su padre, un personaje al que, como vamos a ver, le venían unos cuantos de serie. Juan II había casado en primeras nupcias con María de Aragón (con quien tuvo a Enrique), pero a partir de esa noche, no da la impresión de que hubiera muchos más entendimientos. La familia de la reina (los famosos cuñados) trataban de imponer su influencia en la Corte y Don Álvaro de Luna, valido del rey, trataba de impedirlo, con los consiguientes enfrentamientos.


Don Álvaro luchaba por mantener la autoridad de un rey que no era más que un monigote sin voluntad, pues el monarca, con cambios de opinión constantes, socavaba sus éxitos. Fue en esas que murió la reina María, con lo que Juan casó con Isabel de Portugal (quien le daría dos hijos más, Isabel y Alfonso). Esta princesa portuguesa tuvo más éxito que su predecesora, pues gobernó la voluntad del rey hasta el punto de intrigar contra Alvaro de Luna y lograr su ejecución. Y con esto cayó la última barrera que frenaba la codicia de los nobles.


El carácter débil del rey Juan pasó como herencia a su hijo Enrique, aunque es de justicia decir que este poseía defectos de su propia cosecha. Intrigante, desleal, sin escrúpulos... Malos atributos para un rey en pleno siglo XV, donde se buscaba el ideal de caballero versado tanto en las letras como en la espada.


Enrique IV

El 20 de julio de 1454, falleció el Rey Juan y al día siguiente fue coronado Enrique como nuevo rey de Castilla y aunque en un principio, el nuevo rey fue recibido como un alivio poco duró la esperanza en su reinado. En 1455 su debilidad de carácter ante los granadinos provoca una conspiración en su contra en la que se llega a hablar de prenderlo o matarlo y en 1457, los Grandes le hacen una reclamación en la que le piden que cambie su forma de gobernar. No será esta la única, pues en 1460 le hacen otra con un tono aún más serio. La repulsa por parte de los Grandes desembocará en la Farsa de Ávila en 1465, en la que un grupo de nobles castellanos apartaron del trono a un monigote que simbolizaba a Enrique y en su lugar pusieron a su hermano Alfonso. Pero esto no sería todo porque lo mejor estaba todavía por llegar.


Dos años antes de la Farsa de Ávila había nacido en Madrid la infanta Doña Juana, teórica hija del Rey y de su segunda esposa, la Reina Juana de Portugal. Y digo teórica hija del rey porque de todos era conocida la poca virilidad del Enrique, ya que en su primer matrimonio no había sido capaz de concebir hijo alguno y hasta una supuesta amante había llegado a afirmar que Enrique  era incapaz de consumar sus relaciones. Con un rey de débil voluntad no hacía falta más. Muy pronto surgieron los rumores sobre la ilegitimidad de la hija del Rey que dieron lugar al posterior pleito sucesorio.



Juana la Beltraneja




Isabel la Católica

Lo cierto es que tal duda era lógica, pues Enrique no había sido capaz de concebir con su primera esposa, Blanca de Navarra. Y de su noche de bodas se había llegado a decir en la "Crónica del Rey Don Juan" la siguiente sentencia: "La Princesa quedó tal cual nasció, de que todos tuvieron gran enojo". Esto en sí mismo no hubiera sido un grave problema si al primer día no se le hubieran sumado trece años más, así que finalmente Enrique solicitó la nulidad matrimonial ante Roma declarando que su incapacidad era fruto de un hechizo. Ya fuera por política, ya fuera porque convenía a todos, el Papa tragó y concedió la separación, por lo que nuestro buen Enrique volvió a casar, esta vez con Juana de Portugal. Desafortunadamente, el resultado no pareció ser muy diferente pues Mosén Diego de Valera tuvo que estampar de nuevo aquella frase que ya había sentenciado el primer matrimonio: "La Princesa quedó tal cual nasció, de que todos tuvieron gran enojo".


Así que podemos imaginar el desconcierto y las dudas cuando finalmente la reina quedó embarazada a los siete años de matrimonio. Desafortunadamente (o quizás por relación causa/consecuencia), tal estado de buena esperanza había coincidido con la estancia en Aranda del Duero de la reina, quien, a su vez, había recibido frecuentes visitas de Don Beltrán de la Cueva. De este modo, pocos llegaron a creer en el milagro y el fruto del matrimonio de los reyes pasaría a ser apodada como Juana la Beltraneja.


Y tras esta chapa que me diréis que para qué os la he soltado, me iré a lo que realmente me interesa de este tema.


A su muerte el 11 de diciembre de 1474, Enrique fue enterrado en el monasterio de Guadalupe, en Extremadura, pero la localización de su sepultura no se conoció hasta el siglo XX, cuando de forma accidental fue descubierta. Tras el altar de la iglesia del monasterio, bajo uno de los cuadros, se encontró una galería que lleva a una bóveda de medio cañón y arco apuntado en la que se encontraban dos féretros; el de Enrique IV y el de su madre, la reina María. Y este descubrimiento fue provocado por un gato que no tuvo mejor sitio para dejarse morir que dicha galería dando una pista olfativa a los allí presentes de que había algo más tras el altar. Entonces, dio la casualidad de que un estudiante de historia que pasaba por allí se descolgó desde el techo para retirar los restos del desdichado felino y ¡tachán! Descubrimiento que te crio. Tras esto, se avisó a la Real Academia de la Historia y finalmente, en 1946 se procedió al estudio de las momias y de sus ropas.


Fue Gregorio Marañón, premio Nobel de Medicina, quien analizó el cadáver del que había sido rey de Castilla y en su análisis descubrió unas cuantas cosas muy interesantes, como por ejemplo que Enrique padecía una serie de enfermedades y malformaciones que sin duda influyeron en su carácter. Marañón afirmaba que el rey había sido un hombre corpulento y alto para la época, con la cabeza, pies y manos más grandes de lo normal. También tenía progmatismo mandibular, cejas y frentes salientes y piernas largas y convergentes. De todo esto, El doctor Marañón concluyó que el Rey pudo padecer eunucoidismo acromegálico. Y por supuesto, este colorido cuadro clínico hizo de Enrique un tipo huraño, tímido, débil de carácter, abúlico y melancólico.


En cuanto a su hija, todos sabemos cual fue su destino y, si no lo sabéis pues ya os lo cuento yo que para eso estoy escribiendo esto. Cuatro años después de la muerte de Enrique y con Isabel ya instalada en el trono, comenzó una guerra entre Castilla y Portugal, donde el rey luso, Alfonso V, contrajo matrimonio con su sobrina Juana para justificar la invasión, aparándose en que tal guerra se producía en defensa los derechos sucesorios de la que ya era su esposa. Lamentablemente para ellos, lo que tenían delante era a Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, así que fueron derrotados y tras esto se procede a la firma del Tratado de Alcaçovas en 1479 mediante el cual se obligaba a la Beltraneja a recluirse en un convento en Coimbra. Años más tarde saldría de allí para volver a Lisboa donde murió haciéndose llamar todavía Reina de Castilla.


Gregorio Marañón


Sepulcro del Rey Enrique IV


Las dudas sobre la legitimidad de la Beltraneja podría haberse resuelto con todos los avances científicos modernos, principalmente con la ayuda del ADN. Pero para practicar tal prueba se necesitarían muestras de ambos, condición con la que no contamos dado que los restos de Juana fueron enterrados en el Convento de Santa Clara y este quedó irremediablemente destruido en el terremoto que asoló Lisboa en 1755, perdiento para siempre, o hasta que otro gato tenga a bien morirse en el sitio adecuado, la posibilidad de desvelar este gran misterio que no solo provocó una guerra sino que también cambió el curso de la historia.


Y es que esto es lo curioso. Pues de no haber existido las dudas acerca de su legitimidad, Juana hubiera heredado la corona cambiando el curso de los acontecimientos para, según muchos historiadores, a peor. Porque es indiscutible que el reinado de Isabel y Fernando fue el que sentó los pilares de la España que hoy conocemos, con sus aciertos y sus errores. El legado indiscutible de los Reyes Católicos sembró las bases del que sería un Imperio y que, además, acabaría con le egemonía de Francia, siendo a partir de ahí la protagonista indiscutible de Europa una España primigenia que se abrió al Atlántico.


Pero de todo esto, lo que realmente me admira es el saber que la Historia se encarga de guardar sus propios secretos negándonos la posibilidad de conocer la verdad absoluta de los hechos. Pues, de haber reinado Juana en lugar de Isabel ¿se habría producido la conquista de Granada? ¿Colón habría descubierto las Indias en nombre de Castilla? ¿Se habría creado una alianza para aislar a Francia? Y lo cierto es que de conocer la verdad, este artículo mío no tendría sentido, ni sería mínimamente interesante. Es gracias al misterio que puedo contaros estos hechos que, a pesar de pasar desapercibidos para casi todos los mortales, no dejan de ser transcendentes y necesarios para que la historia fuera tal y como la conocemos hoy.


Por cierto, la información para escribir este artículo la he sacado de un libro maravilloso de C. Silió Cortés titulado "Isabel la Católica" y de la web de la Real Academia de la Historia. Asi que si os habéis quedado con ganas de saber más ya sabéis dónde acudir.




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